martes, 3 de enero de 2012

Expedición a la Casa Bulnes



Muchos dicen que, a veces, la realidad supera la ficción. La historia que voy a narrarles es un fiel reflejo de dicha frase. Nací en una clínica en algún rincón perdido de la Ciudad de Buenos Aires. Una madrugada de verano, de esas tan densas que la respiración se dificulta, la vista se nubla y las gargantas se secan. En fin, el hecho es irrelevante. La cosa es que a los 5 años nos mudamos con mis papás a un departamento de El Palomar, en el oeste del conurbano. Allí me críe, pasé mi infancia y mi adolescencia, viví, me formé, percibí olores, sabores y todo tipo de sentimientos. Aventuras inimaginables, epopeyas heroicas y demás travesías. De aquella época en aquel suburbio, proviene un episodio que nunca borraré de mis retinas. Lo llamamos con los pibes del barrio: La expedición a la Casa Bulnes.

Con mis amiguitos de aquel entonces siempre nos intrigó esa casa y sobretodo, no parábamos de imaginar historias fantásticas y misteriosas sucediendo allí dentro. Todas alimentadas por los cuentos de terror que nos contaban los hermanos más grandes de los pibes de la barra para asustarnos. Mucho después comprendí que era puro cuento. Que allá se realizaban experimentos macabros, extrayendo trozos de cerebro a humanos inocentes. Cruzas entre razas de perros y gatos. Clonaciones de distintas especies. Canibalismo. Inmensas colecciones de huesos. Tumbas profanadas. Todo esto forjó alrededor de esa insulsa casa, ubicada en Bulnes y Dinamarca, una atmósfera aterradora.

Por supuesto no todo fue pura ficción de los grandulones. También existía una cierta cuota verídica, exagerada pero real al fin, que acrecentaba nuestros miedos. Se trataba de los dueños de la casa. El sr. y la sra. Garrone.

El hombre, Ramón Garrone, lánguido como un limón viejo, de rostro curtido y áspero, como la más erosionada roca, mirada firme y soslayante, y unos cuantos cabellos en la testa, que podían ser contados con los dedos de una mano. Siempre que se nos caía una pelota para el patio de su casa, nos la devolvía pinchada y vociferando:

Pendejos de mierda!! Si me vuelven a tirar la pelota al patio los descogoto uno por uno ¡!

Siempre nos impresionó su sutileza. Por supuesto estos episodios fueron atemorizándonos cada vez más.

Por otro lado, los más grandes sustos nos los pegábamos con la vieja, la señora de Garrone. Esta mujer era algo mayor que su concubino, de cabellos grisáceos y expresión pálida, avejentada. Sus ojos eran hogueras que irradiaban una ira inconmensurable. Por supuesto que jamás nos habría lastimado, ya que era una inofensiva viejita, pero al verla, ya la visualizábamos como la guardiana de los más profundos infiernos.

La vieja nos daba pánico. Cuenta la leyenda que una tarde, uno de los pibes, Martín, se le cruzó volviendo del colegio en la esquina de su casa. Nos contó que estaba tirando en el basurero de su cuadra una bolsa de consorcio gigante que se movía. Cuando la vio se quedó atónito. Nos dijo que estaba seguro que ahí adentro estaba Rama, un pibe que vivía cerca de su casa y que, de un día para el otro, se mudó misteriosamente.

Retomando el episodio de la casa y la expedición, fue en una de nuestras tantas reuniones nocturnas de los sábados, a escondidas de nuestros padres, que se nos empezó a ocurrir la idea de armarnos de valor y comprobar que pasaba dentro de la casa de los Garrone.




-Estás loco. Me dijo Martín al escuchar la propuesta.

-Esos viejos están locos, nos van a hacer a la parrilla Pablito.

-Ya sé que te dan miedo Martín, a mí también. Admití. –Pero si no lo hacemos, nunca vamos a saber si todo lo que nos contaron es verdad. Y además, ¡Vamos a pasar a la historia! Seríamos los más valientes del barrio!

El resto de la juntada me terminó dando la razón, a pesar de que se seguía comentando por lo bajo que el primo del primo de Felipe les había contado que los Garrone tenían una cárcel de nenes en el sótano. Finalmente, haciendo caso omiso a las alteraciones de turno y a los miedos de Martín, le pusimos fecha a nuestra misión. El lunes, a la hora de la siesta, aprovechando que los Garrone la cumplían a rajatabla, treparíamos la enorme reja, atravesaríamos el patio y nos adentraríamos a la misteriosa casa. Nuestro día D había quedado sentado. Juntamos nuestras manos y juramos el más absoluto secreto. Nadie debería enterarse de nuestra expedición.

Al llegar el día, yo, Martín, y el resto de la barra, nos reunimos en la esquina de la Casa Bulnes, como la habíamos bautizado, para terminar de deliberar nuestro atraco. El plan de operaciones era simple: Javi y Eloy, que eran los más altos y fornidos, nos ayudarían a Martín y a mí a trepar la reja primero. Luego ellos ingresarían. Atravesaríamos el patio y allí comenzaríamos con nuestra exploración casi antropológica. Con eso daríamos por satisfecha nuestra peligrosa visita a lo de los Garrone.

El primer paso salió de maravilla. Los grandulones nos ayudaron a subir la reja haciéndonos piecito y pudimos darnos maña para ingresar. En ese instante, se nos atravesó el primer obstáculo. No contábamos con que en el patio, que no habíamos observado con la debida atención producto del miedo, se había convertido en la misma selva amazónica. A nuestros inocentes ojos de niños veíamos inmensas formaciones fe follaje, robustos robles con ramas entrecruzadas cual laberintos, lianas colgantes atravesando todo el paisaje.

-Ok, dije en voz alta tomando el liderazgo del grupo. – Avancemos, nosotros vamos a poder.

Nos adentramos en aquella jungla a machetazo limpio, como exploradores salidos de un documental de National Geographic. El camino se hacía interminable. Más y más lianas se nos aparecían en nuestras narices, como custodiando el tesoro más inquebrantable. Juro que, en aquel entonces, vi distintas especies de monos saltando de rama en rama, todo tipo de insectos que intentaban trepar por nuestras piernas y debíamos ahuyentar, pájaros que en mi vida había visto revoloteando juguetones en la espesura de aquella región selvática. En el momento que vi una serpiente enroscada a una rama, observándome amenazante y bamboleando su lengua bífida como advirtiendo de la peor de las tragedias, sacudí un poco mi cabeza incrédulo, y distinguí a Javi, con su pierna enredada con una manguera verde, esas que te ofrecen por la televisión. Lo ayudé a salirse de su trampa y continuamos los cuatro, bien amontonados como pichones en el nido.
Atravesamos lo que para mí fueron kilómetros y nos topamos con nuestro obstáculo número dos. Algo que nos era desconocido y evaporó nuestro aliento: conocimos a la mascota de los Garrone. Era un ser inmenso y amorfo, con cuerpo de elefante, pero con piel oscura y cobriza, con una cabeza enorme como la de un oso y unas enormes y terroríficas fauces, que nos recordaban a las mandíbulas de un tiburón. Una pequeña placa de metal, que apenas se percibía por su grueso cogote, nos introducía su nombre: Sado.

En un principio los cuatro nos quedamos paralizados, mientras veíamos como el Sado nos rugía de manera desaforada. Nos miramos el uno al otro y percibí, en las miradas de todos, que ese sería el fin. Sado lanzó un aullido hacia la eternidad de la tarde, y cuando estaba a punto de abalanzarse para despedazarnos los huesos, Martín, en un acto de valentía insólita, logró calmar a la fiera. Arrojó hacia el fondo del monte selvático, indivisible, una pelotita de tenis que siempre llevaba en so bolsillo por si surgía algún picadito de último momento. La bestia al observar su vuelo salió a toda velocidad rumbo a su encuentro y su enorme figura se disolvió en la espesura selvática.

Solucionado el segundo obstáculo avanzamos un par de metros y , atónitos, nos maravillamos ante lo que habíamos encontrado. Todas nuestras dudas y travesías se justificaban ante semejante hallazgo. Era el arca perdida de Indiana Jones, el unicornio azul de Silvio, la esfera de cuatro estrellas de Gokú, el oro de los Nazis. Nos habíamos topado con el único, el verdadero tesoro Garrone.

Una inmensa estructura metálica negra se alzaba ante nuestras narices. En su interior, cenizas, cenizas y huesos con nervios y fibras musculares adheridas a su superficie.

-Yo sabía, estaba seguro de que algo se mandaban estos viejos! Grité. Estos huesos deben ser humanos, estoy seguro!

Nadie podía creer lo que estaba viendo. En medio de su jungla, los Garrone se dedicaban a incendiar hombres, mujeres o quizás niños. Cada uno de nosotros tomó uno de los huesos y salimos corriendo de allí, con una mezcla de espanto y emoción por el enorme descubrimiento que habíamos hecho y por nuestra heroica aventura.

Ya pasaron treinta años de aquel día, y hoy por hoy, ya convertido en adulto e intentando evitar todo lo trágico que esto conlleva, aún recuerdo el episodio de la Casa Bulnes como si hubiese sido ayer. Jamás voy a olvidar el enorme coraje que tuvimos y lo macabro de nuestro descubrimiento. Sí, porque aún hoy me parece macabro, a pesar de que al otro día del hecho, al mostrarle indignadísimo a mi papá la pieza arqueológica que descubrimos en el patio de los Garrone, el viejo me dijo:

-¡Pero boludo! ¿De dónde te pensás que viene el olor a asado de todos los domingos?







*Fotos: "Stand By Me" - 1986 - Rob Reiner - Stephen King

1 comentarios:

José A. García dijo...

Y sonando de fondo, por supuesto, Stand by me...

Buen cuento!

Saludos

J.

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